domingo, 23 de octubre de 2011

Memoria y violencia: el fomento de la Paz



Memoria y Violencia: la construcción de Paz y la Reconciliación Social en Nicaragua.

Msc. Guillermo Gómez Santibáñez
Director del Centro de Estudios Latinoamericanos y Caribeños (CIELAC)
Universidad Politécnica de Nicaragua

¡Qué de sangre en mi memoria! En mi memoria hay lagunas. Ellas están cubiertas de cabezas de muertos, no están cubiertas de nenúfares.
(AimeCesaires. Cuaderno de un retorno a mi país natal)
No hay caminos para la paz, la paz es el camino
Gandhi


Traigo para todos ustedes un fraterno saludo de mi país, Nicaragua, tierra de poesía y canto, de luchas y esperanza, de gente sencilla y solidaria. Tierra de Sandino, Rubén Darío y Ernesto Cardenal.

Felicito a los organizadores de este magno evento que se atrevieron a incluir, dentro de la diversidad de perspectivas de la cultura, una mesa sobre el paradigma Cultura de Paz.

He subtitulado mi reflexión: Memoria y violencia: la construcción de paz y la reconciliación Social en Nicaragua.

Quiero dejar sentada una premisa fundamental diciendo que hablar de cultura es situarla también como un lugar de la política y un lugar de la democracia. No puede haber cultura sin política, ni política sin cultura. De igual modo, no puede haber Cultura sino se democratizan sus modos de producción, su simbólica sus representaciones y su consumo.

Toda cultura es básicamente pluricultural, es decir, se constituye por el contacto de distintas comunidades de vida que aportan a sus modos de pensar, sentir y actuar. Es  sobre la base de estas experiencias culturales, compartidas y asumidas, que se produce el mestizaje. Las culturas no evolucionan de otro modo que no sea por el contacto y encuentro con otras culturas. Nace así la noción de interculturalidad, la que supone una relación respetuosa entre culturas. La pluriculturalidad caracteriza una situación, en cambio, la interculturalidad describe una relación entre culturas. No hay interculturalidad sino hay una cultura común compartida. La interculturalidad no es simplemente cultural, sino también política porque presupone una cultura compartida y diversa dentro de la idea posmoderna de estados plurinacionales, donde se crean formas de convivencia intercultural de manera específica. América no sólo es contrastante en su geografía y climas, sino diversa en sus culturas.

Dentro de la cultura y su desarrollo han convivido formas de violencia que en sus procesos de aculturación implantada han generado respuestas violentas, haciendo de ésta un hábito, un procedimiento para resolver nuestros conflictos, tanto personales, sociales, como internacionales.

Una cuestión que nos ha acompañado desde el comienzo de nuestra historia iberoindígena es el asunto de nuestra memoria, ese estado de recuerdo y olvido ese lugar de anamnesis y resistencia, que es necesario tener en consideración para no estar en un estado permanente de “ni perdón ni olvido”.

La memoria tiene que ver con la manera en cómo nos pensamos a nosotros mismos y en cómo proyectamos nuestro pensar en la realidad que construimos.

Pareciera que siempre nos ha perseguido una suerte de maldición en cuando hemos querido construir nuestro pensamiento social Latinoamericano. Esto nos viene de alguna manera de la frustración de no ser europeos, de no compartir sus virtudes y grandezas. Esta realidad maldita viene desde bien atrás porque formó parte del capitalismo colonial. Tenemos una tendencia casi natural a negar la historia de los pueblos y comunidades indígenas y los resucitamos para afirmar la tesis racista y enfatizar que son incapaces de contribuir con el progreso. Los tenemos como pueblos guerreros y crueles y bajo este mito, exaltamos la sociedad blanca, mestiza, ladina, occidental, masculina, colonial y los estados-nación del siglo XIX, para legitimar el proyecto civilizatorio de dominación y explotación. Esta legitimidad deviene de imponer un orden fundado en la civilización occidental cuyos valores son las libertades individuales y el progreso científico-técnico. Esta es la manera en que explicamos el capitalismo colonial, como un mal menor, y como los pilares que sirvieron para sostener la construcción de un edificio donde se montaron los valores de la cristiandad occidental católica.

No hemos tenido la capacidad de construir historia, y nos resulta más fácil repetir y reproducir la de otros. Cada cierto tiempo nos apegamos a nuevos paradigmas que suelen reinterpretar nuestra historia y eso nos da placer. Nuestra memoria ha sufrido un corte traumático y sólo nos ha interesado la historia europea, la historia oficial. La protohistoria de Abya-Yala y el Tahuantinsuyo no nos entusiasma.

Nos interesa el liberalismo del siglo XIX, el keynesianismo y ahora la posmodernidad, la globalización y el liberalismo social. Por el lado de un pensamiento de izquierda nos hemos interesado por el socialismo y la revolución social, hemos copiado con copia borrosa los procesodel primer mundo, pero sin poder digerirlos bien y hasta casi no hemos tenido tiempo para separar el polvo de la paja. Hemos aprendido a leer a los clásicos griegos, alemanes, franceses y españoles. Hemos querido tener a un Lenin, a tener una Revolución Rusa, pero no sabemos casi nada del Mundo Indígena, de sus sabios, de sus tradiciones, de los hilos de continuidad y discontinuidad de sumemoria y la nuestra. Hablamos con cierta reserva de la Revolución Mexicana, la guerra hispano-cubana-norteamericana, la historia de las luchas de Sandino, de Morazán. Nuestros pensadores han sido silenciados por el carácter fermental de su pensamiento libertario: Bolívar, Sarmiento, Martí, Mariátegui, Allende, el Ché Guevara, Torrijos, Perón, Velasco, Fidel Castro, que cuando son referidos no han sido puesto en su verdadero contexto, ni vinculados con la realidad.

Esto tiene una explicación de fondo y tiene que ver con su dimensión ontológica. La historia moderna de “nuestra América” no ha sido más que una constante lucha entre la colonización y la descolonización, especialmente si es vista desde la perspectiva afrodescendiente e indígena. Nuestra memoria histórica y colectiva arrastra las sombras de nuestras luchas, de nuestros traumas, de nuestra resistencia social y política, que busca rememorar para resistir un pasado común y luego olvidar, o bien, recordar para poder construir sentimientos de autovaloración y afianzar así la confianza en sí mismo y en el grupo, destrabando y liberando los miedos, los fantasmas, los monstruos del dolor y de la tragedia de nuestra historia.
En cierta ocasión, Hernán Cortés, caminando cerca de unas ruinas antiguas, preguntó a unos indígenas mayas: ¿Quiénes hicieron estas cosas? Los indígenas respondieron: “ni nosotros ni nuestros padres”. La memoria ancestral no sabe registrar archivos históricos, datos específicos, porque no puede releer los documentos de sus ancestros, debido a que su memoria es oral y ritual, está liga al mito, y a su función primordial, sin conciencia de la historia. Los indígenas no tienen sentido de la historia lineal y progresiva, sino cíclica, prehistórica. Su temporalidad es ritual, primitiva, ahistórica. América invadida, está fuera de la historia, no existe dentro el reflejo de la conciencia humana, pero existe como conciencia de algo, pero no existe fuera del ser, ontológicamente es real. Tanto para el hispano como para el mismo mestizo, cuando no es posible entender el mundo del amerindio, este se nos presenta como incomprensible.
Hay un interesante texto de A. Caturelli que quiero citar:
“América tiene los caracteres de una cosa simplemente ahí, presente y nada más; no es más que eso, pura presencia, en bruto, ese ser en bruto que a muchos americanos no se ha revelado ni siquiera como una simple presencia, como un ser en bruto, que nada dice por que no le es patente… América no dice nada…América es originaria por cuanto se sitúa en el primer estrato del presencia del ser, o lo que es igual, en los orígenes previo a la fecundación por el espíritu en la antigüedad del presente no de-velado aún. Es una especie de pura physis, como la que sale de sí misma en el sentido heideggeriano del término, pues es el continente originario. América es originaria…es la América no descubierta todavía”.
América resulta desoladora para el hispánico porque la ve en bruto como un continente nuevo. Sin embargo Amerindia no es nueva por ser joven, ella se ha instalado en la prehistoria, es más antigua que los mismos españoles. El nuevo mundo es una categoría dentro de los mundos antiguos ya conocidos por lo tanto es nuevo dentro de su proximidad visual, no temporal.
Para Colón, tirar ancla en San Salvador, constituyó una objetivación toponímica hispano-cristiana, que quiso negar la tierra de Guanahanní, el “ser en bruto”  para implantar la cultura y civilización de Europa. Este es el punto de partida de toda nuestra historia Latinoamericana; la negación de nuestro ser, la superposición del hispánico sobre lo amerindio. América es una “barbarie” y como tal toda creación debe venir desde fuera de su núcleo.
Nuestra reconstrucción de la memoria, con sus rupturas, lagunas y olvidos, debe alcanzar el punto de conciliación  que permita tender un puente epistemológico y hermenéutico de las subjetividades, de la cosmovisión hispánica y amerindia para redimir el pasado en función del presente. Se trata negar la consistencia de un puro hispanismo, que haría de América sólo parte de la cultura peninsular o un puro indigenismo que en su afán de ruptura rompe violentamente con el pasado, en una especie  de “ni perdón ni olvido” Amerindia no es tanto un ser en bruto, sino más bien embrutecido, o brutalizado por la conciencia unilateral del conquistador. El Orbe Nuovo de  Vespucio, no es más que el descubrimiento geográfico del nuevo continente, el hallazgo de los amerindianos, pero visto desde “afuera”, desde la frontera del hispano. Sólo vieron al amerindio por “dentro” algunos misioneros para quienes el indígena no es un ser en bruto, sino un mundo distinto, pero humano, bajo una visión mítica pero perfectible. El indígena es; al fin y al cabo: ser.
La memoria se impone como reacción a una vida desarraigada, sin anclaje. Desde esta perspectiva la memoria viene a comportarse como un mecanismo cultural que imprime sentido de pertenencia y otorga identidad a los grupos o comunidades.
Los procesos que han construido los discursos sobre la memoria y creado las condiciones para una “cultura de la memoria”, se remontan a la segunda Guerra Mundial y al holocausto nazi. En los años 80 se abrieron nuevos debates a raíz de las dictaduras militares que azotaron en América Latina con detenidos, torturados, muertos y desaparecidos. Huyssen, planteará la “globalización del discurso del Holocausto”, (2000:15)que se desplazará desde los hechos históricos particulares, hacia una metáfora de otras historia, traumas y memorias. Esto vendría a implicar que más  allá del clima de época, en la comunidad, en las familias, la memoria y el olvido se vuelven cruciales si estos se vinculan a los acontecimientos traumáticos de tipo políticos ya los hechos de represión y aniquilación.
Los procesos de recordar y olvidar son propios de cada individuo y no se pueden transferir a otros. La capacidad de recordar, activando el pasado en el presente (la memoria como presente del pasado (Ricoeur, 1999:16), no se da en los individuos cono seres aislados, sino en tanto estos conforman redes sociales, grupos culturales. El tránsito de lo individual a lo social se impone de inmediato. La memoria recuerda lo individual en un contexto grupal, social específico. No es posible recordar el pasado sin apelar a estos contextos. Las memorias individuales siempre están enmarcadas socialmente.
Nuestra memoria individual y colectiva no actúa entonces de forma aislada a sus respectivos contextos, ella se ubica dentro de los propios fenómenos que generan la realidad social actuando como respuesta, como espacio de resistencia política. En este contexto, América Latina interpela nuestra memoria frente a situaciones que históricamente han creado enormes desigualdades económicas y polarización, a pesar de ciertos avances de proceso de democratización política y crecimiento económico asimétricos.
Nuestros pueblos han debido arrastrar dos realidades que han golpeado con gran violencia su desarrollo y autonomía: la pobreza y la desigualdad. Por un lado la pobreza no ha sido superada y las políticas gubernamentales en torno a este problema no han sabido dar solución a la ausencia de recursos ni a la satisfacción de necesidades básicas. El modelo económico que ha predominado bajo un mercado libre  globalizado ha sido incapaz de responder a las demandas sociales reales y la nueva categoría de exclusión social, ha transformado la imagen del pobre, de marginado a excluido, vaciando su subjetividad, y estableciendo una ausencia de reconocimiento social y político como parte de una comunidad. En una situación límite, esto significa un proceso denegación de la condición humana a un grupo o categoría de población, que busca justificar la aniquilación o el genocidio.
En cierto modo, los ejes de la matriz colonialista hispánica, no han desaparecido y simplemente se mutan y se reproducen bajo un patrón, o un entramado de poder que articula múltiples formas de dominación y violencia: 1. La racialización, 2. La configuración de un nuevo sistema de explotación. 3. El eurocentrismo como un nuevo modo de producción y de control de la subjetividad y del conocimiento 4. Un nuevo sistema de de control colectivo en torno a la hegemonía del Estado (Quijno, 2006:53-54). Pienso que los actos de subversión de nuestra memoria no podrán olvidar el pasado en tanto no trabajemos la memoria de manera creativa, social y terapéutica. Como seres humanos somos agentes de nuestra propia transformación y del mundo y desde esta perspectiva la memoria implica trabajo y representa su incorporación al quehacer que genera y transforma el mundo social. En tanto condición humana, somos muy activos en los procesos de transformación simbólica y en tanto seres arraigados en lo trascendente (homo religiosus), somos incansables buscadores de sentido, ligando los hechos del pasado al sujeto con ese pasado. Una fijación a hechos traumáticos del pasado puede conducirnos a una compulsión a la repetición y quedar atrapada en el objeto perdido. La repetición necesariamente puede implicar un pasaje al acto (como la memoria mítica, que ritualiza el acto, repitiéndolo para conocer el origen del misterio y saber lo que debe hacer: el mito del eterno retorno).
La distancia del pasado no es un intruso, que reaparece y se mete. Nosotros, en tanto observadores y testigos secundarios podemos ser partícipes de actuaciones y repeticiones, a partir de procesos de identificación con las víctimas. Los peligros en los que se ve envuelta la memoria, frente a este proceso de repetición e identificación, es que puede haber un exceso de pasado ritualizado por un lado, y por otro, un olvido selectivo e instrumentalizado. (Jelin, 2001:14)
Una salida posible para estos extremos sería “trabajar la memoria” incorporar recuerdos en vez de re-vivir y actuar. Un desafío enorme en el plano colectivo, es superar las repeticiones, superar los olvidos y los abusos políticos y ponerlos en una agenda de debate y reflexión sobre el pasado y el sentido que este tiene para el presente y el futuro. (Jelin, 2001:16)
Un aspecto muy interesante de destacar sobre el proceso de memoria, como espacio de rebeldía y resistencia, es lo que se ha desarrollado en las acciones de los grupos subalternos. Las relaciones de poder, tan asimétricas, han hecho que los grupos subdesarrollados construyan agendas ocultas, discursos de contrapoder, contra los de dominación y grupos dominantes. Son prácticas de resistencia que expresan en un sentido un mínimo de autonomía y reflexión del sujeto, una especie de proto-forma de la política, expresiones pre-políticas de los desposeídos (Jelín, 2005:224).
La década de los años 70 y 80 en América Latina fueron épocas de cambios sustantivos en el escenario político. Comenzaban a surgir las dictaduras y los autoritarismos. Muchas manifestaciones de grupos políticamente subordinados construyeron caminos de resistencia y agendas ocultas. El retorno a las democracias emergentes, transicionales o posdictatoriales, hicieron que estas formas de resistencia se transformaran en acciones políticas abiertas y participativas.
Cuando esto sucedió, se produjo una contradicción en el  discurso democrático de la transición. En la acción política la oposición que demandaba sus derechos sociales y políticos, con total transparencia, ocultaba el otro rostro de la dominación: la pobreza y las violaciones a los derechos humanos. El poder económico vino a contradecir el discurso democrático; por un lado la recuperación de  la participación política institucional, y por otro, un no-discurso de la exclusión económica. Democracia sí, pero sin derechos económicos. La condición de los excluidos, no era justa y no se aceptó con satisfacción el espacio político-democrático, teniendo como respuesta: la violencia social, que en el triángulo de la teoría de la violencia de J. Galtung se expresa en violencia directa, violencia estructural y violencia cultural (1995). La masa de excluidos económicos no se aceptan como actores y deciden la vía de la resistencia, de la agenda oculta, de la otra legalidad; la de la violencia. Todas sus fuerzas, se dirigen más hacia la actuación, la resistencia, que a la integración o la demanda.
A menudo la violencia ha sido vista como “negativa” y como un recurso final cuando la palabra agota sus posibilidades en la transformación de conflictos. Sin embargo, la violencia puede ser vista como discurso, como lenguaje que moldea los conflictos y las relaciones sociales, con la intención de crear escenarios socio-políticos cuando otros discursos no son escuchados. Aquí se trata de  la voz de un actor colectivo que apela a un discurso político que será escuchado por el poder. (Jelín, 2005:226). Lo interesante y novedoso de este discurso es la posibilidad que al ser escuchado por unos y por otros, se transforme en un lenguaje del diálogo y la negociación y la transformación de conflictos. Esto quiere decir que siempre hay otras lenguas antes de convertir los mensajes en discursos de acción violenta.
En medio de una cultura de violencia, el concepto de paz ha evolucionado desde una paz negativa a una paz positiva. La paz positiva tiene que ver con el desarrollo de las potencialidades humanas encaminadas a la satisfacción de las necesidades básicas.

La construcción de la paz se entiende como un concepto global que abarca, produce y sostiene toda la serie de procesos, planteamientos y etapas necesarias para transformar los conflictos en relaciones más pacíficas y sostenibles. Incluye una amplia gama de actividades y funciones que preceden y siguen a los acuerdos formales de paz […]. Debe estar arraigada en las realidades subjetivas y empíricas que determinan las necesidades y expectativas de las personas y responder a esas realidades» (Lederach, 1997: 47, 48, 52).
La paz no es sólo ausencia de guerra, sino que, en su sentido positivo, es también justicia social; lo que significa cubrir las necesidades básicas de las personas. La educación para la paz debe crear las condiciones necesarias para construir una cultura de paz.
El concepto “Cultura de Paz” se construye como un proceso histórico, dinámico y contextual. Es producto de una profunda reflexión, venida de los teóricos de la Antropología Cultural y de la Sociología y que evoluciona a partir de los fenómenos sociales y políticos en la década de los años 1980, cuando comienzan a producirse procesos de transición democrática en el mundo, y de manera especial en América Latina, luego de cruentas guerra y dictaduras que asolaron el continente.
La Cultura de paz es una construcción social y cultural que sólo es posible en un sistema político y democrático, pues cultura de paz y democracia están estrechamente vinculadas.
De acuerdo a la Declaración y Programa de acción sobre una Cultura de Paz, aprobado por la Asamblea General de Naciones Unidas en octubre de 1999, el Arto. 1 define cultura de paz como un conjunto de valores, actitudes, tradiciones, comportamientos y estilos de vida basados en el respeto a la vida, el fin de la violencia,…el respeto pleno a los principios de soberanía, integridad territorial e independencia política de los Estados…el respeto pleno y la promoción de todos los derechos humanos y libertades fundamentales; el compromiso con el arreglo pacífico de los conflictos; los esfuerzos para satisfacer las necesidades de desarrollo y protección del medio ambiente de las generaciones presentes y futuras; el respeto y fomento de la igualdad de derechos y oportunidades de hombres y mujeres; el respeto y fomento de todas las personas a la libertad de expresión, opinión e información…
A la luz de esta definición, la cultura de paz pone en primer plano los derechos humanos, el rechazo a la violencia en todas sus formas y la adhesión a los principios de libertad, justicia, solidaridad y tolerancia.
La eliminación de una cultura de la violencia, tan arraigada en nuestra sociedad, demanda más que la acción coercitiva de los estados. Ella nos exige el concurso de todos, en acciones concretas que revelen el respeto de los derechos humanos. Esta práctica hará posible el logro de cambios de actitudes, comenzando desde la familia y llegando a toda la sociedad.