martes, 20 de marzo de 2007

El Problema del mal en San Agustín


EL PROBLEMA DEL MAL: UNA APROXIMACIÓN TEOLÓGICA DESDE SAN AGUSTÍN

Guillermo Gómez Santibáñez

“ Para ti no hay absolutamente ningún mal. Y no sólo para ti, pero ni para el conjunto de tu creación, porque nada hay fuera que pueda irrumpir y corromper el orden que le has impuesto”

(Confesiones Cap. XIII, 19)

La existencia del mal en la historia humana ha sido siempre una de las causas de crisis en nuestra convivencia y de nuestra manera de relacionarnos con nuestro entorno natural. Muchas interpretaciones han surgido en busca de una respuesta más o menos consensuada de cuál ha de ser la causa del mal, y cuál debe ser nuestro comportamiento. ¿Es el mal algo que Dios permite? ¿Tenemos nosotros responsabilidad moral frente al mal? ¿Es el mal una realidad determinada por el destino, o por fuerza sobrenatural que nosotros no podemos controlar o cambiar? Estas y otras preguntas se levantan en nuestra mente cuando se trata de lidiar con este tema.

El abordaje de este asunto no deja de tener sus complejidades, en tanto nos cruzamos en el camino con varias vertientes interpretativas, que buscan un soporte metafísico y teológico para explicar el mal y formular respuestas siempre provisorias.

El mal como un problema

El encuentro con el mal es una experiencia humana universal insoslayable. Desde muy antiguo se ha buscado dilucidar el tema. Epicuro (341-271 a.C) fue el primer escritor que expresó el problema del mal en forma de un dilema. El dirá: “O Dios quiere quitar el mal del mundo, pero no puede. O puede pero no quiere quitarlo. O no puede ni quiere. O puede y quiere. Si quiere y no puede, es impotente. Si puede y no quiere, no nos ama. Si no quiere ni puede, no es el Dios bueno, y además es impotente. Si puede y quiere –y esto es lo único que como Dios le cuadra-, ¿de dónde viene entonces el mal real y por qué no lo elimina?1

El planteamiento de Epicuro es genial, resulta ser un alegato supremo contra Dios, es el descrédito de la idea de Dios. Este juicio contra Dios nos hace recordar el episodio bíblico en el que tanto Job como sus amigos, llevan a Dios al tribunal para cuestionar sus acciones y el sentido de su justicia. La teología de Job y su argumento pone en evidencia el escepticismo imperante. El mal es la piedra dura del ateismo, es como una roca en la que se estrella y naufraga la teodicea2. La genial síntesis de Epicuro no ha tenido que cambiar ni ha perdido fuerza con el tiempo, hoy aflora con nuevos matices.

Existe un célebre pasaje en los hermanos Karamasov de Dostoiewski, en el que Iván y Alioscha discurren sobre el dolor inocente del niño destrozado por los perros del tirano3. También encontramos en la clásica obra de A. Camus, “La Peste” similares argumentos, y en el que como en la obra anterior, los bacilos de la peste han sido un vehículo simbólico de gran expresividad. Un símbolo que suscita connotaciones de ternura, dolor y desamparo. Durante la segunda guerra mundial, los campos de exterminio nazi levantaron otro símbolo, más prosaico y más desgarrador: pareciera que el hombre se convirtió en un lobo para el hombre.

Hoy día, con una mayor compresión del fenómeno religioso, y la racionalidad propia del proceso de secularización; la concepción del mal descongestiona el problema teológico. La fatalidad natural no es reconducible directamente al creador, sino que tiene una base en la libertad humana. Dios ya no es el “tapahuecos” de lo que no podemos explicar y queda exonerado frente a nuestros reproches.

Ya sea que reflexionemos en el relato del niño destrozado por los perros del tirano en los hermanos Karamasov, o en el mito del Génesis en su lección sapiencial –utópica en su forma protológica-, ambos nos indican que los seres humanos causamos el mal y podemos aspirar a remediarlo bajo la condición de nuestra propia libertad.

La aporía del mal

El concepto mismo del mal presenta dificultades, por una parte no es unívoco y por otra es indefinible debido a su dimensión inabarcable. Tradicionalmente se ha definido el mal de una manera clásica; como mal moral, mal físico, mal social. Esta tríada pone de manifiesto el carácter poliédrico y proteico del término. Pero aunque la realidad del mal es multiforme, en su esencia segrega la crueldad concreta de lo maligno; hiere, desgarra, provoca dolor.

El mal nos confronta con una hondura abismática, que no podemos explicar en su última esencialidad; es misterio (mysterium iniquitatis). El mal es algo que nos afecta a todos negativamente y pone nuestra existencia en un estado de agonía y tragedia. El acceso al tema, nos ubica en ópticas distintas, según sea nuestra experiencia humana del mal, pero el denominador común de todo es el mismo, el dolor que nos produce.

Me sumo a la opinión versada de varios estudiosos en la que afirman su posición, que no es tarea de la teología explicar el mal, sino más bien, indagar cómo puede ser posible creer desde la experiencia del mal. Una cosa es explicar el mal y otra distinta es buscar conciliar la fe con el dolor. Los varios intentos de explicar el mal, tanto de las teodiceas como desde la teología clásica nos han dejado un saldo decepcionante, porque se debe demostrar hasta dónde una respuesta especulativa ha dejado satisfecha una pregunta vivencial.

Una de las tareas claves de la teología, es mostrar que la fe es compatible con el sufrimiento provocado por el mal. Al margen que el mal pueda o no explicarse teológicamente, el asunto más resueltamente teológico es que Jesús de Nazaret -clave hermenéutica- es paradigma de nuestra experiencia del mal, por cuanto él creyó desde la experiencia del mal.

Después de estas reflexiones previas, haremos un intento de aproximación teológica al problema del mal en San Agustín, (354-430) obispo de Hipona, quien en su momento histórico abordó el tema como una reacción frente al maniqueísmo dualista, que ponía en un callejón sin salida el tema de Dios como Sumo Bien y dispensador de gracia. Con las limitaciones propias de su tiempo, pero buscando la mejor fórmula de compresión de la realidad, el santo quiere responder desde una perspectiva pastoral al origen del mal y de cómo éste afecta el orden creado por Dios.

El Orden de Dios

El problema del mal conturbó fuertemente a san Agustín, al punto de considerar que éste constituía un obstáculo infranqueable para la comprensión racional del mundo y fundamentalmente del ser humano. El santo decide buscar una fórmula que lo pudiera transformar en algo comprensible. En términos agustinianos, el mal debe poder ser entendido. Aunque el doctor de la Iglesia utiliza categorías metafísicas (metafísica del pecado) en su argumentación, la noción misma del mal como consecuencia del pecado es para Agustín una noción propiamente teológica.

La posición del santo sobre este asunto, no tiene un interés puramente especulativo, sino que surge de una preocupación teológica y pastoral, acicateada por su propia experiencia espiritual de búsqueda intensa de Dios, por el contexto que vivía Cartago, atravesada por el mal y la corrupción de las costumbres y donde llegó Agustín para estudiar retórica. El mismo lo expresa: “Llegué a Cartago, y por todas partes crepitaba en torno mío un hervidero de amores impuros”4. Por otra parte al santo no le es indiferente la doctrina maniquea que le da al mal un “estatus ontológico”, doctrina que él no comparte.

Para San Agustín, una cuestión antropológica y teológica fundamental es que el ser humano no tiene otro destino que Dios. En Dios y en su arraigo ontológico está la misma esencia del ser humano. Sin privársele de su libertad personal, el ser humano nace dentro de un orden divino marcado por un claro referente metafísico y teológico, y conforme a una estructura ontológica que le es propia5. Esto no es determinismo, porque el ser humano tiene la alternativa de someterse o rebelarse frente al poder divino. En cada ser humano se repite la tentación original. Si éste elige el orden divino en su posibilidad ontológica de la libertad y la no-libertad, se salva óntica y teológicamente; ónticamente en cuanto ser creado trasciende al Ser, a su encuentro con la Verdad, el Bien (el amor), y teológicamente porque en su libre opción se abre al amor redentor de Dios, que en su gracia hecha Verbo se encarna en Jesucristo. Si por el contrario elige la rebelión constituyéndose en su propio centro, debe asumir su perdición total: caóticamente desorganizado en su ser y esclavo de las cosas.

De esta manera Dios es la libertad del hombre, ya que el ser humano es únicamente libre sometiéndose al orden de Dios. Este orden no es una tiranía, sino una imposición natural, enraizada en el mismo hecho de ser hombre6. Nos equivocaríamos lastimosamente en este punto, si no tuviéramos claro cuál es el sentido de la libertad y su valoración ontológica y teológica en el pensamiento del santo. En Agustín, la voluntad -ya los expertos en su pensamiento lo advierten- juega un papel altamente significativo, y ésta se impone a la reflexión filosófica, invirtiendo la antropología griega y superando de manera definitiva el antiguo intelectualismo moral.

La libertad es algo propio de la voluntad y no de la razón, en el sentido en que la entendían los griegos. De este manera la vieja paradoja socrática, según la cual es imposible conocer el bien y hacer el mal, queda resuelta. La razón puede conocer el bien pero la voluntad puede rechazarla, porque aunque no sea ajena al espíritu humano y esté vinculada a la razón, es una facultad distinta de la razón y posee autonomía con respecto a ésta. La razón conoce, la voluntad elige aquello que no se muestra conforme a la recta razón. De este modo se explica la posibilidad de la aversio Deo y de la conversio ad creaturam.

Apartarse del Bien inmutable es un acto de la voluntad. El arbitrio de la voluntad se muestra verdaderamente libre, y en un sentido pleno, cuando no hace el mal. Este fue el sello original del ser humano.(Reale-Antiseri, 1995). Etienne Gilson (París,1979) de la Academia Francesa, resume muy bien este punto sobre la libertad en su Introducción al estudio de San Agustín: la libertad consiste, en poder usar el libre arbitrio. La posibilidad de hacer el mal es inseparable del libre arbitrio, pero poder no hacerlo es la contraseña de la libertad, y hallarse confirmado en la gracia hasta el punto de ya no poder hacer el mal, es el grado supremo de la libertad.

Las afirmaciones hechas anteriormente nos remiten a una cuestión primaria, a un asunto del cual se ocupa la antropología teológica; el ser humano es imagen y semejanza de Dios. Antes de pecar, era un semidiós que guardaba intacta la conciencia de su tesoro infinito: los valores divinos impresos por Dios en su alma. Unidad-Verdad-Felicidad orientaban y centraban al ser humano en su orden, estrechamente ligado y dependiente del divino; es plenamente consciente –intellectus Dei- y ama fundamentalmente – amor Dei- esos valores divinos impresos en su alma racional7, pero no está sólo ligado exclusivamente a Dios, sino que también está obligadamente en contacto con el resto de las criaturas. Es necesario entonces conocer aunque sea de manera esquemática, la teología de la creación de San Agustín. El universo agustiniano procede en su estructura metafísica, de una participación compleja de la naturaleza del ser divino. Dios es el ser, la Verdad, el Bien, fuente universal de todas las perfecciones participadas. Nada existe, pues, en el orden de la creación que no encuentre en Dios su razón suficiente y su explicación última8. Las cosas son, pero con un ser prestado. Son buenas y verdaderas, pero limitadamente, en cuanto proceden de El, Bien y Verdad inmutable. La semejanza de las cosas a Dios es, pues, un término medio entre la identidad y la alteridad absoluta, pero hace posible la existencia de las cosas creadas, que participan lo suficiente para existir9. Una cierta unidad ontológica es condición indispensable de existencia.

Dios ha dispuesto en las criaturas una especie de jerarquización, desigualdad en el ser, de acuerdo a una axiología ontológica, ordenando gradualmente las esencias. A lo largo de las obras de san Agustín, se pueden encontrar diversos intentos de jerarquización: existencia, vida, razón. Vivir contiene un valor superior a la simple existencia como la vida racional superior a la sensitiva. De manera que la posesión del grado superior supone la inferior, pero no al revez. Sin embargo, por encima de la razón existe todavía otra potencia superior que es Dios10.

El ser humano no puede olvidar de ningún modo esta jerarquización al entrar en contacto con las cosas y los demás hombres. Esto es crucial para San Agustín. El orden Ser, el de la Verdad y el orden del Bien son perfectamente correlativos. De aquí brotará el principio focal de la ética agustiniana: el orden del valor exige el orden del amor. Solamente guardando esta proporción el ser humano es virtuoso11.

Este orden del amor, ordinata dilectio como le llama Agustín exigirá que en su elección fundamental prefiera el Ser Absoluto, por ser el mejor, fuente de toda existencia, verdad y bondad participadas.

Este es el Orden de Dios: la creación al servicio del ser humano para su salvación y éste ser humano al servicio de Dios. De éste modo, la creación, obra de Dios –que no se explica más que por Dios- viene a ser el medio más accesible para llegar a conocerle y amarle. Y si el universo no es más que una imagen participada, esta imagen debe permitirnos adivinar de algún modo, la naturaleza de su Autor. Ascendiendo a la obra del Artífice hemos de buscar en ella los rasgos que el Creador dejó para guiarnos a su conocimiento y hacernos partícipe de su felicidad.

Uno de los grandes méritos del genio religioso de Agustín está en que supo armonizar la tensión y distancia entre lo sensible y lo inteligible, que se debatía en la filosofía platónica. Lo sensible tiene su valor, radicado precisamente en su analogía con lo inteligible, huella o rastro de la mano creadora de Dios12. El mundo sensible, en que se ha perdido el hombre, es un espejo del inteligible cuyo enlace y superación queda al alcance de la razón.

La sensación es el primer peldaño de la conciencia. El alma muestra su espontaneidad y su autonomía con respecto a las cosas corpóreas, dado que las juzgas con la razón, y las juzga sobre la base del criterio de relación sustancial con los objetos corpóreos. La verdad que captamos intelectivamente, está constituidas por ideas, supremas realidades inteligibles de las que hablaba Platón. Por los antecedentes del pensamiento y manejo del sistema filosófico de Agustín en su filosofar en la fe, el término ideas, en su sentido técnico no le es desconocido, le da una valoración tal que no es posible filosofar sin su conocimiento. Las ideas son formas fundamentales, estables e inmutables de las cosas.(Reale-Antiseri, 1995). Sin embargo en Agustín las ideas platónicas se enfocan con una intención teológica: a) las ideas se vuelven pensamiento de Dios b) la doctrina de la reminiscencia se transforma en doctrina de la iluminación, en el contexto general del creacionismo y cuya teoría es básica en la filosofía de Agustín..

En el pensamiento filosófico de Agustín hay dos preocupaciones primordiales: Dios y el alma13. No hay lugar para el peri cosmou en sí, o una filosofía de la naturaleza y del mundo. La creación es observada únicamente desde la teología: clama por su salvación, lleva la traza de Dios y a El conduce. El mundo no es ya muro impenetrable que nos impide el acceso a Dios, sino puente que el mismo Dios ha lanzado entre su infinitud y nuestra pequeñez. Solamente resta que el ser humano sepa y quiera conformarse al orden establecido por Dios desde el principio.

En San Agustín se puede advertir que ontología y moral van de la mano. Los bienes creados son objeto de nuestro amor en la medida que nos conducen a Dios, Bien supremo. La conclusión ontoaxiológicaies que si Dios como Bien supremo es el Ser; la cercanía ontológica permite una aproximación superior al ejemplar.(concepto tomado de Plotino, referente a las ideas ejemplares como la causa del origen del mundo por emanación) Si Dios es el Ser, únicamente El será objeto de amor absoluto. Esto será fundamental para la moral agustiniana en la que sólo Dios es objeto de la fruitios,(gozo, felicidad) el resto es instrumento o medio (uti) para ese único fin14.

A este nivel de nuestra reflexión nos podemos formular los siguientes interrogantes: ¿Qué afán incomprensible mueve al ser humano a quebrantar el perfecto engranaje del plan de Dios establecido para su felicidad? ¿Qué impulso maligno puede llevarle a destrozar su propio destino, metafísicamente ordenado según el plan de Dios?. Es muy cierto, cuando vemos el plan de Dios, perfectamente dispuesto para hacer plenamente feliz al ser humano, el pecado viene a ser un error fundamental, un dramático desacierto del ser humano en su elección. Este asunto nos remite naturalmente al pecado original, cuyos efectos de aquella funesta elección perduran en los descendientes de Adán. ¿Por qué Adán, que había participado de la visión clara del orden divino en los valores básicos Unidad-Verdad-Felicidad, se rebeló contra ese orden?

Podemos dar una respuesta esquemática: en el proceso caída-reparación, el pecado original (término acuñado por el mismo Agustín),puso al hombre en rebelión con el plan de Dios, no se quiso someter a él, prefiriendo constituirse en su propio centro. Al salirse de su orden , el hombre ha perdido a Dios, y por ello también a sí mismo, perdiendo la conciencia de sí y de Dios. Sin embargo, una decisión humana no destruye un orden sobrehumano: no se rompió su estructura ontoteológica. Pero su ser quedó deteriorado por los efectos metafísicos (degeneración en su grado de ser) y sicológicos (desorientación de tendencias). Su amor Dei fundamental se convierte en amor sui desenfrenado y ciego. El egoísmo absoluto toma el mando de la vida. Ignorancia y concupiscencia rompen el equilibrio y la sicología del hombre se agita en múltiple desorden y contradicción. También su intellectum Dei (visión clara y consciente) se ha trocado en memoria Dei (conocimiento inconsciente)15.

Olvidado de Dios, el ser humano se lanza irremediablemente a las criaturas como a su objeto final. Recordemos que por la teoría de la participación las criaturas han recibido –aunque en grados inferiores- los valores trascendentales, Por esta razón el ser humano, inconsciente en sí de la imagen de Dios, pero impelido por su ligazón ontológica a los valores Unidad-Verdad- Felicidad-Bien-Belleza; conforme a los cuales ha sido metafísicamente estructurado, se lanza a las criaturas para saciar en la participación de esos valores que en ellas descubre, su apetito ontológico de los mismos.

Al pecar el ser humano sale de sí mismo, de su orden y se vacía al exterior, olvidándose más y más de su yo espiritual y de Dios cuyo orden rechazó. De esta manera el ser humano ha salido de su órbita ontológica propia y queda atrapado en las cosas sensibles, en una extraña inconsciencia de sí y de su fines. La salida de este estado de alienación causado por el pecado original y aumentado por la disipación, el ser humano necesita de la gracia divina y un gran esfuerzo de inteligencia y voluntad, una reflexión profunda sobre sí, que comienza por la conversio a la propia intimidad16.

Este es el sentido último de la interioridad, obra de intuición y reflexión por la que el ser humano redescubre y re-conoce en sí la imago Dei, los valores eternos y trascendentales que Dios ha impreso en su alma. Al tomar conciencia ésta de sí misma se ama verdaderamente y entonces se volverá a su Hacedor tomando conciencia de su carácter de imagen divina. Como está en mí, la interiorización me lleva hacia la trascendencia como paso obligado17.

El orden ético

Fundamentalmente el plan u orden de Dios no tiene un carácter puramente formal. Este es un orden ético cuya obligatoriedad es permanente ya que éste se constituye sobre un orden ontológico. No se trata de una simple relación de ideas, sino un oren moral que rige las más altas realidades. Su valor es absoluto, pero no sólo como una luz, sino como expresión íntima de una ley absoluta, impresas en las facultades volitivas también31.

Este orden ético es una ley impresa por Dios en el alma. Una ley oculta, pero que actúa poderosamente en el fondo mismo del alma, como impresión que es de la ley eterna. El pecado será la transgresión de esa ley participada en el ser humano. El orden ético divino se funda en el orden ontológico: el orden del valor en el orden del Ser18.

Es muy importante tener clara la definición agustiniana de la ley eterna (orden divino): la razón o la voluntad de Dios que manda observar el orden natural y prohíbe transgredirlo, es la proclama solemne de que el poder no es la arbitrariedad, sino la razón, precisamente la misma que ha dado a las cosas su ser y su natural bondad. Esta ordenación gradual es tan esencial que sin ella se destruye la idea misma de orden. Así pues la idea de orden moral va montado sobre el orden axiológico, que depende a su vez, el ontológico.

El primer principio de la moral supone una ontología, la mente no es tan sólo un sujeto moral que dice relación a un objeto moral, sino que es al mismo tiempo, y sobre todo, un ser humano que dice relación a un orden objetivo, a un ser del mundo y de Dios. El imperativo categórico no es sino la expresión primera de una realidad que latía en el alma. San Agustín llamará a esto nociones. Estas no son conocimientos, conceptos o ideas, sino ontologías. Así como los animales poseen instintos, los seres racionales poseemos nociones. La universalidad e inmutabilidad de este orden moral no puede provenir de las meras diferencias graduales, sino de su fundamentación en Dios –el Primero y el Mejor-19.

El imperativo Moral

En San Agustín la moral descansa sobre la experiencia interna, como resultado de la participación e impresión de la ley eterna en el hombre. La conciencia es praeco Dei20. Ella es el despertar permanente del ser humano en su peregrinación, expuesto siempre a distracción y a error frente a las cosas. Es la misma razón humana en cuanto dotada de una luz infusa, inmutable, que recuerda permanentemente la existencia de un orden de voliciones y actos por encima de los fines y valores puramente terrenos21. La conciencia es un eco interior, un órgano de ese orden de Dios impreso en el alma. No es sólo la inteligencia práctica de esa escala axiológica a realizar, sino la misma facultad de captar la llamada de esos valores. Digamos entonces que San Agustín no fundamenta el orden moral sobre la ley eterna o sobre la objetividad puramente material, sino sobre un imperativo categórico de la conciencia, y de donde le viene su carácter formal. Este último estadio se proyecta en el remordimiento22.

Toda infidelidad a esa ley intima y trascendente, a la que San Agustín le llama memoria Dei, es una traición del ser humano a sí mismo en lo que le es más esencial. En este sentido todo pecado es una frustración fundamental y esencial del propio ser, en su constitución ontológica, no ya simplemente psicológica.

San Agustín fue el primero en poner de relieve el sentido filosoficoético del remordimiento, como justicia inmanente y ley natural. De este modo la conciencia es también el ejecutor de esa justicia violada, El remordimiento es ya llamada al arrepentimiento, a la conversión por el carácter trascendente de la llamada de la conciencia y que opera como dice san Agustín, como una ley impresa en la que cada uno es ley para sí mismo. Así, el hombre cuando peca, transgrede el orden contra el dictado de su conciencia, pecando primariamente contra la verdad. Es decir, peca contra el orden trascendental del que la verdad forma parte integral.

Christus totus de San Agustín

Agustín no se detendrá en el tema del mal, postulando una teología especulativa a la manera de una teodicea. Más bien intenta poner en el centro de su doctrina a Cristo, sin perder el sentido de la doctrina de la encarnación del Verbo como posibilidad de re-creación del plan de Dios y como respuesta a la soberbia humana. Para el santo, el antídoto a la enfermedad del mal y con ella la culpa traducida en el pecado original, está en la Gracia de Dios que nos salva en Cristo. El ser humano está inmerso en la masa de condenación (massa damnata) y sólo Cristo puede liberarlo sin ningún mérito de su parte.

En San Agustín el favor de Dios que se manifiesta en la encarnación del Verbo es Gracia. Tanto su eclesiología, como su antropología tienen en su base la teología del Christus totus, que afirma que en Cristo se realiza la unión de todos los seres humanos, y sólo en la unión con el cuerpo de Cristo se puede dar la salvación. El destino de cada ser humano individual se ve en relación a la unión con Cristo y con la Iglesia, con el Cristo total. En el desarrollo de esta doctrina Agustín deja ver, no sólo un asunto cristológico, sino eclesiológico y metafísico, en tanto el misterio de la presencia de Dios está presente en lo más íntimo de nuestro ser, pero también neumatológico en tanto habla de la inhabitación23 de la Trinidad, especialmente de la presencia del Espíritu Santo en nosotros.

Agustín insistirá en la imposibilidad de obrar el bien del ser humano, si no ha sido incorporado a Cristo. Cita con frecuencia Romanos 14,13 no para calificar las obras de los gentiles como malas y pecaminosas, sino insistir que al no estar movidas por el amor de Dios, están contaminadas de soberbia. Se desprende de esto la necesidad absoluta de la gracia para la salvación, si no fuera así, la muerte de Cristo no se justificaría. Los textos paulinos que revelan la teología de la cruz son propicios para Agustín a fin de poner de relieve la diferencia entre su teología de la Gracia y la de Pelagio.

San Pablo dice que el mal entró en el mundo por el pecado24. Por San Agustín ya sabemos que el origen del mal no hay que buscarlo en la materia ni en un principio independiente. El mal tiene su origen en la voluntad humana, que puede elevarse contra su creador. Dios no quiere el mal, solamente lo permite. El dolor, el sufrimiento y la misma muerte entraron en el mundo como consecuencia del pecado de nuestros primeros padres.

El mal físico es el castigo del mal moral de una manera indirecta, en cuanto el pecado introdujo el desorden en la naturaleza. A la materia como causa del mal, Agustín opone la voluntad libre de la criatura que puede rebelarse contra su creador. A la liberación del mal, a través de la inhibición de las exigencias corporales como lo propone el neoplatonismo, el santo opone la enseñanza cristiana de la redención del género humano en Cristo. El verbo eterno de Dios se hizo carne y murió en la cruz para rescatar al género humano de la esclavitud del pecado.

La salvación está en la fe en Cristo, en la conversión. En su tratado De vera religione, San Agustín se extiende sobre los beneficios de la Encarnación del Verbo, no solo como redención, sino como ejemplo de superación de las lamentables consecuencias del pecado24.En De libero arbitrio la creación entera ha sido redimida, ya que también en cierto modo había pecado con el ser humano25.

Cristo es el camino único de salvación. En El Hombre-Dios, podemos depositar nuestra confianza sin recurrir en la maldición bíblica. Resumiendo este punto, y tras la controversia pelagiana, podemos decir: Si la voluntad desea el bien, sin duda está destinada por naturaleza a realizarla. Pero si es incapaz de realizar el bien que desea, sin duda hay en ella un punto corrompido. La causa de esa corrupción es el pecado y el remedio es la redención del hombre por la gracia de Jesucristo, que de ahí brota.

La economía de la vida moral, impenetrable a los filósofos, aparece transparente desde ese momento, ya que esta doctrina es la única que toma en cuenta los hechos y principalmente éste: mientras una voluntad cuenta con exclusivas fuerzas para obrar el bien, es impotente. La solución del enigma es que es preciso recibir lo que se desea tener cuando no podemos dárnoslo. Gracias al sacrificio de Cristo, tenemos un socorro, divino, sobrenatural, por el que la voluntad puede cumplir la ley. Desconocer su necesidad es la esencia misma del pelagianismo, tema este que podría darnos pié a una nueva investigación sobre la autosuficiencia del pensamiento moderno y las nuevas concepciones antropológicas.

Bibliografía

1. Luis F. Ladaria: Teología del pecado original y de la Gracias. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1993

2. Ladislao Boros: El hombre y su última opción Edic. Paulina, Madrid 1972

3. Manuel Dieguez Muñoz: La Transinmanencia Metafísica en San Agustín. Ediciones Agustiniana Santiago de Chile, 1987

4. Juan Ruiz de la Peña: Teología de la Creación Edit. Sal Terrea, Santander 1996 España

5. Juan Luis de la Peña. El don de Dios. Antropología teológica especial, edic. Sal Terrae. Santander 1991

6. Paul Tillich: Pensamiento cristiano y cultura en Occidente

Edit. Aurora Bs.As. Argentina 1978

7. Revista Agustiniana: Vol. XL n° 12 1999

8. Revista Agustiniana: Vol. XLII n° 129 2001

10. Revista Agustiniana: Vol. XXXVIII n° 115 1997

11. Obras de San Agustín: De Civitas Dei

12. Obras de San Agustín: De Trinitae

13. Obras de San Agustín: De libre Arbitrio as de San Agustín: Confesiones

15. Obras de San Agustín: Adversus Haeresis

16. Obras de San Agustín: De la naturaleza y de la gracia



1 Citado por Torres Queiruga, p.224 en Atheismo im Christentum, Frankfurt 1968

2 Para creada por Leibniz. Juntó los términos griegos Theo=Dios, y dike=justicia formando la palabra francesa teodicea, cuyo significado es “cualquier intento de defender la justicia de Dios

3 Los Hermanos Karamasov, en Obras Completas III, Madrid 1966, pp.202

4 Confesiones, III, I, 1

5 De civ. Dei V 9-10 ; Conf. XI, 2,4 ; De Trin. I, 10, 21

6 Cfr. nota n° 5

7 Fr. José Rubio, Apuntes de clase, Universidad Católica de Chile 1996

8 De civ, Dei VII, 32. Conf. IX, 10,24

9 Agustín llega a hablar de mentiras ontológicas, en el sentido que las cosas no tienen ser propio

10 De lib. Arb., II,6,14

11 De civ Dei. XV, 22

12 De civ. Dei XI,24

13 Soliloquio I, 2, 7

14 De doct. Christ. I, 4,4

15 De civ. Dei XIV, 13,1

16 Conf. IV,12,18

17 Ibid III, 6,11

31 De lib. Arb.,II,13,36

18 En Agustín el ser no es una realidad puramente metafísica para explicar el cosmo como en Aristóteles, sino que identifica el Ser como Verdad-Bondad de manera correlativa. En función de su ética Agustín da cuenta de su antropología en orden al amor y a su dilección por Dios. Ser absoluto

19 De lib. Arb. II, 14-39

20 De Trin., VIII, 3,5

21 De Trin., XII, Caps. 10-32

22 Conf. I, 12,19

23 Concepto usado por los padres escolásticos, especialmente santo Tomás de Aquino y san Buenaventura para referirse a la gracia increada y en la que como consecuencia de la condición humana, afectada por el pecado, al individuo no le está permitido por su propia voluntad establecer esa comunión. Entonces la gracia increada viene a interpretar en los padres escolásticos el sentido que el justo habita en Dios y a la vez es habitado por Dios tal cual es, uno y trino.

24 Romanos 5,12

24 De civ, Dei., XIII,14

25 De lib. Arb., III 10,29-32


El autor es de nacionalidad chilena. Director del CIELAC. Magíster en Teología, Licenciado en Ciencias de la Religión. Profesor de teología y filosofía en La Universidad Politécnica de Nicaragua.


guidase@yahoo.com

cielac@upoli.edu.ni

1 comentario:

Carlos R. Méndez dijo...

Saludos desde el camino de la búsqueda del conocimiento.
He leído con atención su artículo sobre el Problema del mal en San Agustín.
Debo decir que me siento dichoso de haberle encontrado en el cyber espacio (sea ello lo que fuere).
Gracias por lo que me ha dejado a mi y a mis alumn@s de Secundaria con quienes hemos compartido su pensamiento.
Desde, Rivera, Uruguay, saluda atentamente:
Carlos R. Méndez