miércoles, 12 de noviembre de 2014

Epistemología del hecho religioso



Epistemología del hecho religioso

Guillermo Gómez santibáñez
Universidad Politécnica de Nicaragua


RESUMEN

El hecho religioso es considerado como un fenómeno polimorfo, haciendo que éste se someta a diversos métodos de análisis y marcos teóricos. Su objetivo es poder establecer un juicio descriptivo e interpretativo del fenómeno religioso, expresado en su pluralidad sociocultural y en su sentido más profundo. El instrumento de análisis y su metodología científica, inter y multidisciplinario, aplicado al hecho religioso, permitirá una comprensión objetiva y científica de la experiencia religiosa, haciendo más comprensible su expresión simbólica y el comportamiento humano frente  a lo sagrado.

Palabras Claves: religión, sagrado, profano, misterio, santo

En Nicaragua existe un vació epistemológico respecto a los estudios científicos sobre el hecho religioso[1]. Podemos encontrar algunos breves ensayos o hipótesis de trabajo aproximativos en el campo antropológico, sociológico e histórico sobre los fenómenos religiosos, manifestados en el universo simbólico de la realidad multicultural nicaragüense, pero no se advierten estudios de rigurosidad científica ni sistematicidad metodológica sobre el particular.
Las ciencias de la religión han avanzado bastante en el estudio del hecho religioso, sobre todo por los diversos abordajes de frontera que ellas han desarrollado. Por ejemplo ciencias como la Historia, la Sociología y la Psicología han desarrollado estudios directos, indirectos y comprensivos, con resultados extraordinarios como los estudios descriptivos aportados por Durkheim, Weber, Freud y Jung. Desde la fenomenología, los estudios analíticos de E. O. James, Widengren y Velasco, han sido sorprendentes. Desde la Filosofía de la Religión y la Teología, la hermenéutica o teoría interpretativa ha conciliado posiciones meramente especulativas y dogmáticas para corroborarlas y complementarlas con aquellas de validez científica. (Verificabilidad)
En la trayectoria de los procesos sociales, políticos y económicos de Nicaragua el factor religioso, como universo simbólico, ha jugado un papel histórico fundamental. Esto no ha sido una cuestión exclusiva de Nicaragua, sino un fenómeno de especificidad y rasgo continental, pues se hace presente a lo largo y ancho de la multiculturalidad y pluriculturalidad de América Latina y el Caribe.
Para comprender el  complejo y complicado mundo religioso, constitutivo de nuestro “modo de ser”[2] nicaragüense, debemos precisar que en nuestra experiencias religiosa convergen dos mundos culturales con sus respectivas variables; por un lado el cristiano occidental, que llegara con los españoles en el periodo de conquista y sometimiento de las civilizaciones originarias de Abya-Yala[3] y Tahuantinsuyo[4] en el siglo XVI y que impusiera un absolutismo que fundía la religión cristiana con las pautas de la civilización occidental en un todo indisoluble. El llamado “encuentro” de dos culturas; la hispánica y la indígena, estuvo  sin duda marcado por un encuentro excepcionalmente asimétrico, donde el polo europeo protagónico va configurando un proceso con una nueva realidad social y cultural, relativamente homogénea y cohesionada, no por su capacidad de asimilación a las culturas indígenas, sino a partir de la nivelación de ellas.
El proceso de gestación y constitución al mismo tiempo, creador de una nueva realidad socio-cultural (colonial y cristianización), caló huellas profundas entre la relación religión y cultura a lo largo de cinco siglos de presencia en nuestro continente. La invasión europea frente al mundo indígena, significó la eliminación de las formas de organización social, de sus costumbres y de sus libertades como la muerte de sus dioses. Frente a la implacable expansión de otro que se impone como el conquistador, el encomendero o el comerciante, el misionero es visto por el indígena como parte de este mundo invasor. El cristianismo que trajeron los españoles fue parte del poder del invasor que junto a la cruz puso la espada como figura militar y estatal. La Iglesia situada frente a una constelación histórica de la expansión europea no pudo desligarse del poder y luego del periodo de “tiempo fundante” en que se consolida la conquista europea, esta se ubicó inequívocamente en un lugar social y cultural bien preciso: el polo de los grupos de poder  en la sociedad, y desde allí irradió su influencia a los que no tenían poder; a los pobres y marginados.
Con el advenimiento de la época republicana el proceso misionero no habría de cambiar en la formación religiosa y occidental de la clase dirigente criolla y sus rasgos más propios se mantendrían hasta el presente. La doctrina católica romana es el sello del proceso colonizador emprendido por España y Portugal, articulándose muy bien como llave de poder en manos de los conquistadores y administrada como mecanismo de dominación.
Dentro de este mismo empeño colonizador y civilizatorio interviene, hacia la segunda mitad del siglos XIX, otro fenómeno religioso, asociado a la colonización que Inglaterra realizara en los Estados Unidos con su doctrina puritana y formas incipientes del capitalismo y que de manera organizada y estratégica se lanzara posteriormente a ultramar en las misiones de fe, cuyo blanco era el continente Latinoamericano. El advenimiento de los protestantismos[5] bajo las iglesias de inmigración y de las iglesias misioneras libres, esta últimas con la pretensión de disputarse el campo misionero hegemónico de la Iglesia Católica en América Latina, coincidirá y se identificará con el impacto e influencia del liberalismo imbuido de doctrinas iluministas y un pensamiento con rasgos laicista.
Por otro lado, y en  el plano del desarrollo y despliegue de la cultura indígena, se haya presente en el imaginario religioso nicaragüense el mundo cultural autóctono, de tradición oral, con una riqueza espiritual enorme y ancestral, ligada a la naturaleza y temeroso de sus grandes y pequeñas deidades: Tamagastad y Cipaltomal, Ochomogo y Chicociagat, Quiatot, Mixto, Cacahuat, Ehecat y Misesboy; divinidades que en jerarquía se ubicaban bajo el Dios Supremo: Tomateot. La existencia de nuestra cultura autóctona, de arraigo mágico-religioso, fue marginada por la cultura dominante y muchas veces objeto de incomprensiones por la misma Iglesia durante el proceso colonizador.
Para Morandé (1999), nuestra identidad cultural latinoamericana en su formulación teórica más avanzada, se formó en el encuentro entre los valores culturales indígenas y la religión traída por los españoles. Este encuentro se da, no en el texto, sino en una experiencia fundante más vital; en la oralidad, como un ethos; es decir, como una experiencia común que brota del encuentro entre seres humanos, y que vive de su constante memoria. El sujeto de esta experiencia fundante fue el mestizo, una mezcla de español e indígena. Esto, que pudiera parecer una contradicción con lo anteriormente señalado, y que negaría la existencia de dominación del indígena, en el planteamiento de Morandé se intenta establecer que la dominación no es crucial para entender la identidad latinoamericana, sino que para comprender la síntesis cultural surgida de las dos culturas, occidental y autóctona, es necesario privilegiar las relaciones de participación y pertenencia más que las relaciones de diferencia y oposición. La dialéctica del amo y del esclavo de Hegel sería inapropiada para interpretar la relación entre conquistador e indígena.
La asimilación de la fe cristiana por parte del indígena se debe a coincidencias y experiencias comunes con el énfasis católico en los ritos y la liturgia y la concepción cúltica y ritual de la vida en las culturas  indígenas. La representación, la liturgia y el teatro sintetizaron el encuentro entre la cultura escrita española y la cultura oral indígena. Esto nos lleva a afirmar que el lugar del encuentro, la cuna de la cultura latinoamericana, es sacral; tiene un sustrato real católico, y se constituyó entre el siglo XVI y el XVII, por lo tanto, el ethos cultural latinoamericano posee cuatro rasgos distintivos: 1. Se constituye antes de la Ilustración y por lo tanto la razón instrumental, no forma parte de él. 2. Tiene una estructura subyacente necesariamente católica. 3. Privilegia al corazón y a su intuición, prefiriendo el conocimiento sapiencial antes que el conocimiento científico. 4. Se expresa mejor en la religiosidad popular; (Morandé: 1999).
La religión, inserta en la cultura de un pueblo, forma parte de su identidad cultural. La religión es inherente al ser humano y una producción social, colectiva; es también una forma de conocimiento. Conocer es más bien un acto de crear, de construir el mundo, no de representarlo o reproducirlo y esto tanto en lo mítico como en lo científico. La realidad se construye y crea conocimiento y en tanto la religión es mediación, es ella misma cultura, construcción, por  lo tanto constituye una forma de conocimiento. Mientras la ciencia construye conocimiento en el concepto y el signo, la religión lo hace en el símbolo y la imagen. (Melich:1996), el sustrato religioso de nuestra identidad cultural latinoamericana; no disuelto por la modernidad y su razón instrumental, hacen posible que nuestra cultura se exprese en su religiosidad popular como un espacio de resistencia y memoria y de irrupción de lo sagrado en el mundo.
La experiencia religiosa es un hecho que nos atañe a todos los seres humanos. El ser humano es incurablemente religioso; un incansable buscador de sentido, el único capaz de formularse la pregunta por el ser; por qué las cosas son como son y no son de otro modo. En esta perspectiva antropológica, la experiencia de lo sagrado y la actitud religiosa del hombre son un punto de referencia clave para comprender y describir el fenómeno religioso como hecho experiencial y cultural. “Cualquiera sea el contexto histórico en el que está sumergido el homo religiosus cree siempre que existe una realidad absoluta, lo sagrado, que trasciende este mundo, pero se manifiesta en él y por este hecho lo santifica y lo hace real” (Eliade: 1967).
El ser humano interpelado en su realidad vital por lo divino, primordial y absoluto, ontológicamente superior, intenta insertarse en ciertas acciones que transforma en ceremonias. Ante esta experiencia profunda, el ser humano responde con una actitud religiosa determinada por lo sagrado. En cuanto experiencia de sentido último, la experiencia humana no se limita a lo percibido por los sentidos y que se puede verificar como pretenden el empirismo y el positivismo (Hume, Comte), ni menos a la captación de la propia conciencia y a la racionalización del yo (según la lógica de Hegel). Las formas de acceso a la realidad son múltiples y complejas y hay que explorarlas en su objetividad.
La experiencia científica se refiere a objetos y acontecimientos controlables empíricamente y la razón dialéctica se centra en el ejercicio de la propia razón (autorreflexión). En tanto que la experiencia religiosa como búsqueda de sentido, interpreta simbólicamente los contenidos de las anteriores, comprometiendo a personas en un campo significativo más amplio e inobjetable. La actitud religiosa se puede definir según estos principios como una experiencia de sentido, en cuyo centro está lo sagrado, lo numinoso y santo, como punto último de referencia que garantiza la realización del hombre. Según esto, no es  experiencia de lo inmediato, sino profundización de ella.
Esta realidad fenomenológica del hecho religioso tiene sus implicancias y especificidades propias en el contexto latinoamericano, en donde ha calado su huella el pensamiento postmoderno muy minoritario; que declara el fin de todo proyecto totalizante y de todo fundamento, desmitificando radicalmente toda realidad global. Esta es una expresión muy marcada de ateísmo nihilista y máximo rechazo a Dios sólo narrables en círculos muy pequeños. Nuestro continente latinoamericano, con sus características propias y raigambre religiosa, se ve acicateado por un trazo transversal de los nuevos movimientos religiosos que cuestionan y desafían las formas y expresiones clásicas de religiosidad. ¿Cuáles son estos rasgos distintivos? ¿Cuál es la respuesta religiosa del hombre latinoamericano, a la crisis del paradigma de la modernidad? Son preguntas que se levantan y a las que hay que responder desde una premisa epistémica.
El cambio de época que enfrentamos está marcado por un drástico cambio cultural “posreligioso”, diferente del ateísmo clásico y de la increencia de la Ilustración (una especie de laicismo de segundo grado o secularización de la secularización), sus señales más sobresalientes son un descenso de la práctica reglada de la religión tradicional, difusión de formas y prácticas alternativas de otras tradiciones espirituales. Esto pone en evidencia, que la crisis de la religión, y con ello el cristianismo predominante en América Latina, radica no en la posibilidad de su desaparición, sino en una sustantiva transformación y nuevas formas de espiritualidad proveniente de todas las direcciones geográficas y culturales, que complejizan el trazado de su mapa.
Dado la importancia que reviste el hecho religioso como fenómeno social y cultural y la necesidad de su justificación racional y metodológica, se hace necesario el estudio del origen del mismo, sus funciones en la sociedad y en las instituciones donde hace su aporte con sus bienes espirituales, sus creencias y rituales.
Los estudios religiosos no sólo se pueden ver desde un análisis del hecho religioso fenoménico, sino que también como hecho social, producto de una creación humana y cultural, donde se implican relaciones causales de orden político, socioculturale y económico. Por lo tanto, es necesario partir de la construcción de una teoría de la religión y de presupuestos hermenéuticos que nos permitan hablar de la religión bajo una definición y conceptualización menos compleja y abstracta y más bien situada en el entramado social y cultural del imaginario nicaragüense.
La perspectiva de los estudios de las Ciencias de la Religión nos remite a una teoría general de la religión occidental, que nos da la visión positivista comtiana y las cosmovisiones judías y cristianas que más han influido en la cultura ibero indígena de  América Latina.
Desde aquí comprendemos que el proyecto civilizatorios de Europa en América Latina, no sólo implicó el choque de dos culturas, sino también de dos cosmovisiones que tuvieron que resistir y luego convivir bajo rupturas y continuidades en el mestizaje y la hibridez cultural. En este proceso civilizatorio, la religión jugó un rol determinante y fundante de los imaginarios; del sentido de la vida y de la ética, que luego vendrían a instaurar y legitimar la nueva institucionalidad del orden social y político. El predominio de la cultura de la cristiandad, iniciada en 1492 tiene su desarrollo y hegemonía hasta finales del siglo XVIII, cuando irrumpe en América Latina el Positivismo, que penetró en los sectores ilustrados de América Latina por influencias de estudiantes Brasileños, Argentinos y Mexicanos, que habrían tomado contacto en París con la filosofía de Augusto Comte. Este nuevo estadio, que intentará explicar la realidad desde categorías racionales y a partir de hechos, no acabará con la religión, sino que por el contrario, ésta cada vez se mutará mediantes procesos secularizadores y laicos que intentarán apoyarse en el sistema de creencia y buscarán darle otro sentido profano y no sacral. La definición dukhemniana que ha dominado los círculos académicos es la que sostiene que las religiones son subsistemas sociales, sistemas de creencias, practicas y rituales; creaciones socioculturales que favorecen el proceso de humanización. Esto hace muy difícil su desaparición o disolución y explicaría de ese modo su supervivencia. Las religiones reencantan el mundo y posibilitan proyecto de vida comunitaria; le dan cohesión, sentido y significado a la vida y hacen el mundo habitable.
Dentro de los estudios sociales y culturales, se abre una frontera y horizonte de enormes posibilidades de investigación en el campo de  los estudios religiosos; por tal razón el Centro de Estudios Latinoamericanos y Caribeños de la Universidad Politécnica ha creído necesario abrir una línea de investigación en el ámbito de las Ciencias de la Religión y aproximarnos al estudio del hecho religioso y la experiencia de lo sagrado, bajo los procedimientos de la construcción teórica y de la metodologías científicas.
El ser humano es por naturaleza un ser dotado de trascendencia, capaz de religarse. Desde la remota prehistoria es un homo religiosus  que se proyecta como una constante transcultural y universal. Su finitud radical humana lo ha llevado a verse y sentirse criatura con una profunda necesidad de ligarse a lo tremendo, mistérico, sagrado. M Eliade lo llama  a esto “ruptura de nivel” en el que la vida ordinaria entra en el orden de los agrado y se muestra como trascendencia en una serie de manifestaciones religiosas.
Diversas son las expresiones que a lo largo de la historia se han mostrado con un mayor o menor nivel de acercamiento o distanciamiento, frente al hecho religioso; desde Feuerbach que afirmara: “homo homini deus” “el hombre es dios para el hombre”, o la de san Agustín: “Deus interior intimo meo et superior summo meo” Dios es lo más profundo y cimero del hombre. Toda la filosofía moderna y contemporánea lleva en su reflexión la resonancia del grito agustiniano “nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confes.I,1,1). Goethe, admirando la maravilla de la cultura helena dijo: “que cada uno sea griego a su modo, pero que lo sea”. Extrapolando la idea de Goethe podemos decir, respecto al hombre religioso, que cada uno sea agustiniano a su modo, pero que en el fondo lo es.
La religiosidad humana ha sido una constante transcultural, así lo evidencias los vestigios arqueológicos, paleontológicos, epigráficos e iconográficos. Desde el paleolítico, mesolítico y neolítico, pasando por la cultura sumerobabilónica, egipcia, indoeuropea antigua, griega, romana, etrusca, amerindias, gnósticas, afroasiáticas del hinduismo, budismo, confucianismo, chamanismo, taoísmo, sintoismo y las religiones monoteístas como la hebrea, la cristiana e islámica coránica (Poupard: 1987)
Desde la fenomenología el comportamiento religioso del ser humano puede mostrar que la realidad profunda, y por tanto su comprensión, nos remite a una realidad que trasciende el círculo inmanente de objeto-sujeto en el mundo. El problema existencial del hombre en su realidad finita y en su carencia ontológica, es decir, en su falta de fundamento o inconsistencia autónoma, es como un “ojal” cuyo sentido no está en si mismo, sino en un “botón” no inmanente al ojal, pero sin cuya referencia al ojal la comprensión queda incompleta. (Bentué. 2001) Dicho de otra forma; el ser humano experimenta su realidad profana, es decir, su presencia en el mundo, como radicalmente no fundado en sí mismo, remitiéndose a otra realidad que trasciende lo profano, a esa realidad fundante se le denomina lo sagrado. Diversos estudiosos, desde Scheliermacher (1799), pasando por F.M. Muller, (1823-1900) N. Soderblom, (18866-1931) R. Otto, (1869-1937) G. Dumézil, C.G Jung (1875-1961) y hasta M. Eliade (1907-1986) han mostrado un vivo interés por el estudio de lo sagrado como una dimensión trascendente, mistérica y absoluta, pero que tiene una manifestación epifánica en un contexto histórico determinado en una experiencia religiosa humana.
No es la intención de este ensayo entrar en mayores detalles, ni extenderme más allá de ciertas puntualizaciones epistemológicas. Lo que nos interesa plantear aquí es poder establecer ciertas categorías de análisis para un modelo teórico sociológico del hecho religioso, desde los datos de las ciencias positivas y clasificar los distintos abordajes para un estudio de lo sagrado y lo profano desde la fenomenología de la religión y de las experiencias observadas en distintas manifestaciones religiosas en Nicaragua.


Bibliografía

Bautista Esperanza, (2002) Aproximación al estudio del hecho religioso, Navarra: Verbo Divino.
Bentué, Antonio, (2001) La opción creyente. Santiago de Chile: Paulina.
de Sahagún, Juan, (1999) Fenomenología de la religión, Madrid: BAC
Eliade, Mircea, (1981) Tratado de historia de las religiones. Madrid: Cristiandad.
Estada, Juan (2010) El sentido y el sinsentido de la vida, Madrid: Trota
Fernández, Manuel (1997) La ambigüedad social de la religión, Navarra: Verbo Divino
Larraín, Jorge. (1996) Modernidad: razón e identidad en América Latina. Santiago: Andrés Bello.
Poupard, (ed.) (1987) Diccionario de las religiones, Barcelona: Herder.
Severino, José (2002) Experiencia de lo sagrado, Buenos Aires: Verbo Divino



[1] Dentro de los estudios sobre religión se denomina hecho religioso a las experiencias religiosas del ser humano dentro de los sistemas sociales y expresadas a través del símbolo, instituciones sociales y estamentos que son propias de la cultura

[2] He preferido usar el término “modo de ser” ante que el de identidad, debido a que el primero nos resulta más familiar, no así el segundo que tiene múltiples aproximaciones y provoca bastante discusión entre algunos teóricos. De todas maneras el término habla de los modos de ser, pensar y actuar colectivamente que habitan nuestra América como algo propio.
[3] Abya-Yala; "tierra viva", "tierra madura", o "tierra en florecimiento" es el nombre dado al continente americano por las etnias kuna de Panamá y Colombia antes de la llegada de Cristóbal Colón y la invasión europea. Aparentemente, el nombre también fue adoptado por otras etnias americanas, como los antiguos mayas. Existen actualmente diferentes representantes de etnias indígenas que insisten en su uso para referirse al continente

[4] Los incas llamaban a su imperio Tahuantinsuyo, que significa "las cuatro partes del mundo" y que abarcaba los Andes, un territorio que incluía lo que hoy son Perú, Bolivia, Ecuador, el sur de Colombia y el norte de Chile y de Argentina. Su centro era Cuzco.

 
[5] Término empleado por el teólogo e historiador suizo Jean-Pierre Bastian para señalar que en América Latina no existe un solo protestantismo homogéneo, sino una diversidad de tradiciones religiosas evangélicas y que constituyen un conjunto de protestantismo sectarios aculturados a las prácticas y valores de la religión y la cultura popular.


miércoles, 22 de octubre de 2014

Sócrates y la actitud filosófica






Sócrates y la actitud filosófica

Guillermo Gómez Santibáñez

Universidad Politécnica de Nicaragua


“Una vida sin búsqueda no merece vivirse” (Sócrates)


En medio del ambiente que envolvió al movimiento sofista emerge el genio extraordinario de Sócrates, (469-399) figura que de manera indiscutida se transformará en inspiración y maestro de los más connotados filósofos griegos del llamado “Siglo de Oro” de la filosofía (s. V-IV a.C.).
Dos puntos de contradicción surgen sobre la figura de Sócrates y que dan origen a lo que dentro de la academia se denomina “el problema socrático”. Tenemos por un lado que sus discípulos establecieron por escrito una serie de doctrinas que se le atribuyen, elevándolo hasta la exaltación, como es el caso de Platón en sus Diálogos. Jenofonte ve en Sócrates nada más que al ciudadano honorable y justo, en cambio, otros como Arisatófanes, lo caricaturizan. Lo cierto es que Sócrates ha ejercido a lo largo de la historia del pensamiento una influencia extraordinaria y ha sido elevado al nivel de símbolo para las generaciones venideras. Por otro lado, frente a la pregunta ¿Quién fue Sócrates? no existen datos objetivos sobre su persona por cuanto no hay manuscritos del maestro. Sobre su doctrina no se puede afirmar con certeza nada. Su enseñanza se limitó a la exposición oral y por lo tanto se carece de elementos objetivos que garanticen la autenticidad histórica de su pensamiento. Los diálogos socráticos de Platón nos dejan en la inexactitud de saber cuáles de las doctrinas que pone Platón en la boca de Sócrates son propias y cuáles las de su maestro. Por su parte Jenofonte, que es otra fuente, no le atribuye ninguna doctrina y Arsitófanes lo ubica como un sofista y le atribuye algunas doctrinas de los presocráticos.
Si Sócrates fue o no un personaje “real”, o fue acaso una creación mítico-literaria de Platón, no es un asunto de fácil solución. El punto es que sobre Sócrates, no hay “documentos” sino “interpretaciones” y la cuestión de su precisión histórica será siempre un tema abierto.
Sin embargo, los estudiosos hoy día han establecido un criterio conocido como “perspectiva del antes y después de Sócrates” y que viene de alguna manera a remediar las investigaciones socráticas en crisis. De acuerdo a esta perspectiva, resulta de mayor probabilidad referir a Sócrates las doctrinas que la cultura griega recibe cuando Sócrates ejerce su enseñanza en Atenas, antes que la elección de las diversas fuentes que existen. Desde este punto de vista, la filosofía socrática adquiere un nuevo vigor y un notable influjo en el desarrollo del pensamiento griego.
De la acumulación de los “materiales histórico” que se conservan en la tradición filosófica occidental respecto a Sócrates, podemos extraer algunos datos que nos permitan sistematizar las principales ideas en torno a la filosofía socrática.
Sócrates es uno de los creadores de la gran tradición filosófica occidental y es como el paradigma ideal del quehacer filosófico. Nació en Atenas alrededor del 470 a.C., su padre, Sofronisco, fue un escultor y su madre, Fenárates, desempeñaba el oficio de partera. Dos actividades, que combinadas servirán más tarde para decir que Sócrates esculpió el carácter de los jóvenes atenienses y ayudó a dar a luz a la sabiduría.
El método socrático
Aunque Sócrates no es un sofista, sin embargo, en algún sentido se parece en la forma pero no en el fondo; cuando recorre las calles de Atenas interrogando por la verdad de las cosas a todo aquel que se cruza en su camino. Las preguntas de Sócrates a sus interlocutores pretendía poner en evidencia que las más  de las veces las respuestas no parten del ejercicio de la razón sino de la autoridad o por la memoria, divagando en respuestas huecas. Con Sócrates la filosofía se ve obligada a su fecunda tarea bajo un método basado en el “Diálogo” y que se halla vinculado al desvelamiento de la esencia del hombre, de tal modo que éste se despoje consciente y enteramente de la ilusión del saber. Sócrates es el filósofo del Ágora y como tal dialoga en la plaza pública creando las condiciones idóneas para acogerla verdad.
El giro socrático de la filosofía hace que ella se centre sobre el conocimiento interior del hombre y la vida de este mismo en la ciudad:
Nada me enseñan la tierra y los árboles, sino los hombres en la ciudad” (Fedro 230 d)
En Sócrates la filosofía se entiende como una búsqueda colectiva y en diálogo, tratando de dar respuesta a uno de los problemas cruciales de aquel momento: la ética. Para esto,  el método socrático se valdrá de dos momentos: en primer lugar la ironía, que consiste en el arte de hacer preguntas recurrentes; recordándole al interlocutor las deficiencias de fundamentos racionales que sustentaban las creencias anteriores. La ironía tiene la intención de hacer reconocer a los demás su propia ignorancia. Desde el punto de vista pedagógico es un estímulo y una exhortación a la reflexión crítica sobre los asuntos humanos. En segundo  lugar, está la mayéutica, (gr. mayeuomai: dar a la luz) palabra que proviene del oficio de Fenárates, madre de Sócrates, que era partera, y que consiste en hacer preguntas de tal modo que el interlocutor descubra la verdad por sí mismo.
Debemos dejar bien claro que el objetivo del método “dialectico” de Sócrates es fundamentalmente de naturaleza ética y educativa, es decir, no busca otra cosa que dar cuenta de la propia vida, es un examen del alma, es decir, un examen moral.
Un testimonio Platónico refiere:
“Cualquiera que se encuentre cerca de Sócrates y que se ponga a razonar junto con él, sea cual fuere el tema que se trate, arrastrado por los meandros del discurso, se ve obligado de un modo inevitable a seguir adelante, hasta llegar a dar cuenta de sí mismo y a decir también de qué forma vive y en qué forma ha vivido, y una vez que ha cedido, Sócrates ya no lo abandona”
La ignorancia socrática
De acuerdo a los diálogos de Platón (Apología de Sócrates), Querefonte, un amigo de juventud de Sócrates, subió al templo de Apolo en Delfos, -en cuyo frontispicio estaba inscrito el axioma: “Conócete a ti mismo”- y se atrevió a consultar al Oráculo con el fin de saber si había entre los hombres alguien más sabio que Sócrates. La respuesta de la pitonisa del templo fue: “Nadie”.
Al conocer la respuesta; Sócrates decide averiguar el sentido de ella y se da a la tarea de visitar a los más sabios de Atenas. Luego de recoger sus respuestas descubre que se tienen por sabios pero en verdad no reconocen su ignorancia. Concluye entonces:
“Yo soy más sabio que él. En efecto, cada uno de nosotros cae en el peligro de no distinguir lo bello y lo bueno, pero mientras él cree saberlo, yo sé que no lo sé, ni creo poder lograr saberlo. Por este motivo me parece que soy, en algo, más sabio que él” (Apol. 21)
El punto de arranque de la filosofía de Sócrates es el reconocimiento de la propia “ignorancia” (nesciencia). El que cree que “sabe lo que no se sabe” es para Sócrates un ignorarse a sí mismo, impidiendo toda reflexión acerca del hombre y su valoración moral. “Conócete a ti mismo”, que se ha conocido como un aforismo socrático, no debe entenderse más allá de una recomendación socrática, de corte ilustrado, respecto a que el hombre se ocupe de su propio perfeccionamiento moral basado en un análisis crítico de sus conocimientos. “Saber que no se sabe es, o sea, adquirir conciencia de tu fin y de tus faltas reales es la primera sabiduría verdadera Para Sócrates, ponerse a sí mismo como problema, es decir examinarse y tener conocimiento de sí mismo, es base propedéutica para una indagación y propicia un programa filosófico por excelencia que impulsa al hombre a buscar su formación personal bajo una perspectiva ética que garantiza el auténtico saber.
Con esto, Sócrates pone de manifiesto que la primera condición de todo filosofar es la conciencia de la propia ignorancia y deja abierto el camino hacia el fecundo aprendizaje.
La moral socrática
Mientras los presocráticos colocaban al ser humano dentro del sistema de coordenadas del cosmos, Sócrates desplaza el cosmos al sistema de coordenadas del hombre a fin de encontrar la unidad en la multiplicidad. La investigación socrática se refiere a la vida humana y en torno a ella girarán las conversaciones, indagando sobre la piedad, la justicia, la belleza, el bien, la felicidad. El conocimiento de estos temas no tenía un afán contemplativo ni especulativo, sino que buscaba el perfeccionamiento moral de las personas.
Para Sócrates la verdad se identifica con el bien moral, esto significa que quien conozca la verdad no podrá menos que practicar el bien. Saber y virtud coinciden por lo tanto quien conoce lo recto actuará con rectitud y el que hace el mal es por ignorancia. A esta doctrina socrática, de carácter racionalista, se le ha denominado “intelectualismo moral”.
La ética socrática se interesa en el conocimiento de la virtud para practicarla en beneficio de la polis. Podemos señalar por lo menos tres rasgos característicos: felicidad, virtud, ciencia y el bien; esto último es lo que hace feliz al hombre y resulta de los tres anteriores.
a)      Felicidad: (eudomonia) Para Sócrates la felicidad es el último bien del hombre y se logra con la práctica de la virtud. No se trata de la felicidad lograda de los placeres sensibles y fugaces, sino aquella serena y estable que proviene de la contemplación de la verdad y que se logra con la práctica de la virtud. 
b)      Virtud: (arete) La virtud se identifica con la sabiduría en cuanto capacidad de autodominio o gobierno de sí (enkratéia), constante, metódica y que resulta de la conquista del espíritu mediante la inteligencia y la voluntad unidas recíprocamente. Debemos sumarle a esto la templanza (sofrosine) entendida como equilibrio, serenidad, moderación, vieja expresión que sirvió a los antiguos pensadores como Sócrates, para no dejarse arrastrar por el poder. Los sofistas, a quienes el pedagogo de Atenas contrapunteo, tenían el afán de poder y dominio; la ética socrática, en cambio, representa la posibilidad humana de una praxis específica que convierta el afán de poderío en la fuerza que transforme la propia naturaleza en naturaleza ética. De este modo la vida socrática, no busca el poder ni el dominio de los demás, no pretende adquirir cosas, ni vencer un destino externo. Más bien renuncia a todo signo de poderío y posesión, e incluso, si fuera necesario, renuncia a la vida misma en beneficio de la virtud y el honor moral. 
c)      Ciencia: Es saber, pero un saber obrar bien. La virtud y la felicidad son una misma cosa y la virtud en el hombre consiste en no ser más que lo que hace que el alma sea lo que debe ser, es decir, buena y perfecta. Ambas, virtud y felicidad, constituyen el auténtico fin que el hombre persigue y estas sólo pueden ser alcanzadas mediante el verdadero conocimiento, que es el autoexamen, la autocomprensión que constata la propia ignorancia elevando al hombre a una renovada conciencia de la propia limitación en un proceso sucesivo de permanente perfeccionamiento.

Bibliografía:
Campillo, Neus (1976) Sócrates y los Sofistas. Valencia: Dpto. de Historia de la Filosofía
Platón (1974) Diálogos. Barcelona: Bruguera
Rodríguez, José (2006) Sócrates. México: editores mexicano unidos.
Reale,  Giovanni, Antíseri, Darío (2007) Historia de la Filosofía. Bogotá: San Pablo